La adherencia se manifiesta en función del peso del vehículo sobre sus neumáticos, del estado de éstos, y de la naturaleza de los materiales de la superficie de la carretera.
Cuando el vehículo está parado, su centro de gravedad, que suele estar situado en el centro geométrico de todo el conjunto, permanece inalterable y su peso repartido sobre sus neumáticos proporcionalmente, manteniendo toda su capacidad de adherencia. Cuando se pone en movimiento, esta circunstancia se modifica, al vencer su inercia en el arranque: mayor peso (adherencia) sobre los neumáticos traseros y pérdida parcial de ésta sobre los delanteros.
Cuando se frena, la situación es la contraria: mayor peso (adherencia) sobre el eje delantero. Y cuando se cambia de dirección: el peso (la adherencia) aumenta sobre los neumáticos opuestos al giro.
Todo neumático posee una adherencia determinada que le permite soportar fuerzas longitudinales: al acelerar, circulando en línea recta o al frenar; y laterales: al tomar una curva.
En cualquiera de estas situaciones, cuando la adherencia de que dispone es superada por desgaste del neumático, por el estado resbaladizo de la carretera, por un aumento repentino de la potencia trasmitida, o por velocidad excesiva al abordar una curva, su adherencia se ve superada y el vehículo escapa al control y conduce caprichosamente a su conductor.
Por lo tanto, si la capacidad de adherencia máxima está representada en reposo y con el peso repartido proporcionalmente sobre los neumáticos, todo conductor debe tener en cuenta que, aún en las mejores condiciones, la suma de adherencia disponible en los cuatro neumáticos se reduce de forma automática por el simple hecho de aumentar la carga de alguno de ellos, aligerándola sobre los demás.
Si pudiésemos ver en todo momento las variaciones de tamaño que sufre la huella que produce el neumático sobre el suelo -únicos puntos de contacto de los que depende de forma exclusiva el comportamiento y la seguridad de cualquier automóvil, dicho sea de paso -, seguramente nos lo pensaríamos dos veces antes de someter al vehículo a situaciones que rebasan las leyes inalterables de la física.
En una curva, sea a la derecha o a la izquierda, cuando vamos pasados de velocidad, en la mayoría de las ocasiones nos asustamos y tratamos de rectificar el error con un fuerte frenazo. Si alguien nos mostrase en ese momento la posición de la rueda delantera del lado opuesto al de la dirección de la curva, comprobaríamos sorprendidos cómo las otras tres se habían quedado bloqueadas y prácticamente en el aire.
Es decir, si la adherencia absoluta de los cuatro neumáticos está representada por diez, en el momento que hacemos la maniobra descrita, nuestra seguridad de marcha se ha quedado reducida a menos de dos y medio y sólo con un poco de suerte podremos continuar nuestro camino.
Y todavía nos asombraríamos más, si tenemos en cuenta que esa mínima superficie de un solo neumático, – que en un turismo o en una motocicleta no pasa del tamaño de la palma de una mano -, que está soportando la casi totalidad de la carga, es aún menor de lo que parece, ya que habría que descontar la parte de la banda de rodadura ocupada por las ranuras que lleva el neumático para el exclusivo fin de desalojar el agua cuando gira sobre una carretera mojada.
Situaciones parecidas se producen cuando frenamos al máximo, en línea recta y en el límite de la adherencia. En ese momento, la carga se traslada de forma violenta sobre los neumáticos delanteros y la huella de los traseros, aligerados de peso, disminuye de forma considerable, además de quedar bloqueados por efecto del frenazo con el riesgo añadido de un patinazo lateral del eje trasero.
Cuando aceleramos, sea cual sea el sistema de tracción, el aumento de peso se produce sobre los neumáticos traseros a costa de un menor contacto de los delanteros. Si la aceleración tiene lugar a destiempo, con piso deslizante o en el momento en el que estamos tomando una curva, las ruedas pierden parte de su direccionabilidad y tienden a desplazarse hacia el exterior de la curva.
Para compensar estos desequilibrios, los fabricantes de neumáticos han llegado a niveles, que salvo torpeza o temeridad del conductor, son capaces de soportar enormes esfuerzos y perdonar más errores de los que podemos imaginar. De igual modo, los fabricantes de automóviles diseñan y construyen sistemas de suspensión, que, además de hacer más confortable la marcha para los pasajeros, controlan -dentro de ciertos límites- en todo momento los movimientos de la carrocería y las variaciones de carga sobre los neumáticos.
Pero todas estas circunstancias, tan indiscutibles como la propia gravedad descubierta por Newton, adquieren tintes de auténtica lotería cuando se producen con neumáticos desgastados y sometidos a las mimas fuerzas y a los cambios de pesos descritos.