He pasado más de un tercio de mi vida volando como pasajero. Hubo una época en la que, debido a mi estancia en Canarias, mi contacto con infinidad de tripulaciones en todos los niveles fue muy intensa y, desde entonces, tuve y conservo grandes amigos pilotos.
Muchos de ellos provenientes del Ejercito del Aire; gente seria, disciplinada, a los que sólo, la precariedad de sus sueldos militares, obligaba a dejar atrás su gran pasión castrense. Incluso conozco a más uno que, ni aún así, quiso nunca cambiar su condición de oficial de lo que ellos denominaban en broma, como “la mili”, por una compañía privada.
El comandante García Luna era, por lo que leo y escucho en los medios, uno de estos, y, sé, sin necesidad de que me lo diga nadie, que, a buen seguro, se trataba de un profesional experto, concienzudo y meticuloso.
Mi gran afición por todo lo que se mueve por tierra, mar y aire, me ha hecho siempre muy curioso por todo aquello que sucede en estos tres elementos. En el caso de la aviación, mi interés por tener alguna ligera noción sobre el tema, me hizo siempre leer todo aquello que, relacionado con la aviación, satisfacía mi curiosidad, y, naturalmente, cuando tenía ocasión cosía a preguntas a mis amigos pilotos con los que muchas veces coincidía en el hotel Iberia de Las Palmas o volaba con ellos en cabina.
Entre muchas de las frases que les oí comentar, una que siempre me ha llamado atención, era: “los aviones, cuando se caen, es por estar cerca de tierra”, es decir, en maniobras de aproximación para la toma de tierra, o al despegar.
En esta inmensa tragedia que hoy nos conmueve a todos, está claro que se confirmó la sentencia y el aparato se fue al suelo en ese momento crítico.
Según me contaron muchas veces, hay una fase del despegue que, en el leguaje de los pilotos se conoce como V1 y V2(o algo parecido) en el que, el avión, por decirlo de alguna manera, está un poco con un pie en el suelo y otro en el aire y con los motores al 85% aproximadamente de su potencia máxima, durante unos 45 segundos.
Lo que le pasó al avión siniestrado, sea lo que sea- la investigación ya lo dirá- ocurrió, al parecer, en ese instante, cuando las posibilidades de rectificación, según los pilotos, son mínimas. En el caso del Concorde en París, se comprobó que, una lámina de acero desprendida de otro avión, había entrado en una de las turbinas en ese momento crítico del despegue.
Hace muchos años, en el aeropuerto de Niza, observaba el despegue de un vuelo de KLM en el que viajaba un amigo con dirección a Madrid, cuando, casi en el límite de la pista que, al menos en aquellos años terminaba al borde del mar, el aparto logró detenerse in extremis después de reventar los neumáticos por causa del violento frenazo. Supimos después que un ave, absorbida por una de las turbinas, había sido la causa del aborto de despegue.
He referido todos estos detalles, posiblemente relacionados con el trágico accidente, porque me siento realmente avergonzado de cómo, cuando las víctimas se cuentan por decenas y todavía estoy, como otros muchos millones de españoles, con el corazón encogido, escucho y leo toda clase de opiniones de los que, siempre, se trate de lo que se trate, la emiten sin saber de lo que hablan. Cuando ha habido tanto dolor; cuando las familias aun no se han recuperado del golpe, causa vergüenza ajena comprobar como algunos medios arremeten indiscriminadamente y a ciegas, contra colectivos y personas que hacen su trabajo a diario con rigor y mucha profesionalidad. Las causas ya se sabrán, y, ojala, que todos los medios de transporte españoles, pudiesen estar controlados y atendidos con los niveles de seguridad que tienen los aviones.
Paco Costas