Conseguí entrar como aprendiz en Alfa Romeo gracias a una gestión político-familiar: La madre de Paco Suárez, mi maestro, era amiga de mi abuela y entre las dos se pusieron de acuerdo para labrarme un porvenir.
La plantilla de aquella “empresa”, propiedad de la familia Ruiz Jiménez, consistía en: un maestro, Paco Suárez, uno de los mejores mecánicos que he conocido en mi vida, “Catete”, un aprendiz aventajado, y yo, que no podía imaginar entonces en el lío que me habían metido.
Desde el principio, el cometido que teníamos asignado “Catete” y yo era realmente muy diverso: lavábamos los coches, los engrasábamos, y montábamos y desmontábamos cualquier pieza, además de hacer los recados que fuese necesario en busca de recambios, tarea nada fácil en aquellos tiempos.
Pero nuestra función principal consistía, sobre todo, en mantener las herramientas limpias como si de material quirúrgico se tratase. Cuando le entregábamos al maestro alguna herramienta, solicitada con un gesto, la falta de atención, o el menor indicio de suciedad o grasa, normalmente era devuelta a 50 kilómetros por hora como un proyectil contra nuestra cabeza o con una fuerte patada aplicada con fulminante rapidez en el culo, si éste se encontraba cerca de las largas piernas de Paco.
En aquel ambiente de máxima cordialidad laboral, aun recuerdo con espanto el día que mi maestro me confió el cambio de aceite de una furgoneta Bradford que llevaba un motor bicilíndrico copia de las motos BMW alemanas.
Aquellos coches costaban por entonces, cuando se conseguía uno -un privilegio reservado a los pocos que podían obtener una licencia de importación-, la increíble suma de 250.000 pesetas.
Recuerdo que al cambiarle el aceite, por alguna distracción propia de los pocos años, me dejé el tapón del carter flojo. El coche salió del taller (todavía se me ponen los pelos de punta al recordarlo) y cuando regresó su dueño, (porque el coche nunca pudo hacerlo por sus propios medios) nos explicó que el motor se había fundido porque había perdido todo el aceite.
Me escapé del taller como pude y no recuerdo a donde fui a esconderme completamente aterrorizado. Lo que si recuerdo perfectamente fue que la madre de Paco y mi abuela mantuvieron durante horas interminables conversaciones tratando de contener los instintos asesinos de mi maestro que había jurado por todos los santos matarme si me encontraba.
Ahora que lo pienso, no me extraña.
Se me olvidaba. El sueldo, la semana que había dinero para pagarnos a Catete y a mi, era de dos pesetas con cincuenta céntimos, diarias. Las horas, las que fuesen necesarias y ojito con abrir la boca.