Dedico este capítulo a todos los que dedican su vida al automóvil. Para los que vivieron aquella época de excepción en tantos aspectos, lo que voy a recordar quizás les haga mover la cabeza en señal de asentimiento, pero para los jóvenes de hoy, que son capaces de localizar una avería a través de un ordenador y para los que las reparaciones consisten en reponer piezas o conjuntos de piezas sin más, fundir bielas con un cazo de antifricción líquida hirviendo, rasquetear cojinetes de bancada y biela manualmente, soldar palieres y reparar fisuras en bloques y culatas, es probable que les suene a cuento chino.
He llegado a montar un grupo cónico que, además funcionó, en el que la corona y el piñón de ataque comprados en el Rastro, eran del mismo modelo pero de desguaces diferentes. Mi juego de rasquetas, protegidas con una fundas de cuero que me fabricaba yo mismo, me recuerdan ahora las capuchas que el inolvidable Féliz Rodríguez de la Fuente colocaba a sus aves de cetrería. De mi amistad con él les hablaré más adelante.
Ajustar una biela al cigüeñal sustituía en esfuerzo equivalente al que ahora se hace acudiendo a un gimnasio. El grosor de la antifricción, en un principio, no permitía la unión del casquillo y la biela sobre el cigüeñal, y con éste sujeto al banco, gracias a un útil fabricado al respecto y gruesos tornillos, teníamos que ir poco a poco suprimiendo material por igual con la rasqueta hasta que se conseguía unir las dos piezas.
Cuando ese momento llegaba, que era cuando comenzaba el ajuste propiamente dicho, hacer girar sobre su eje a las dos piezas entorno a la muñequilla del cigüeñal, era un problema de bíceps. Despues, poco a poco, y ahí residía el arte del ajustador, había que eliminar por igual todos los puntos de roce en un trabajo de auténtica artesanía, hasta que la biela giraba con soltura pero bien ajustada.
Después, con una herramienta especial hacíamos -también a mano- los surcos sobre la antifricción para que circulase el aceite con el motor en marcha. Normalmente, el juego de rasquetas, los cortafríos y toda la herramienta especial la fabricábamos nosotros mismos dándole forma en la fragua. El material más buscado para conseguir la mejor calidad, eran las válvulas de acero desechadas de los motores Ford V8.
Uno de los exámenes imprescindibles para un aprendiz de tercer año, consistía en “tirar bien de lima”, es decir, ser capaces de hacer una “cola de milano” dos piezas, macho y hembra, que tenían que ensamblar milimétricamente.
Para conocer el margen de dilatación de los pistones en una reparación de motor, éstos se metían en agua hirviendo. Como casi nunca entraban en el bloque a las primera pruebas, hacíamos un útil de madera, en uno de sus extremos tenía una especie de asa para poder manejarlo, y, en el otro una pieza también de madera que hacía las veces del bulón y de esta forma, poco a poco, con paciencia, esmeril, y mucho esfuerzo, cubríamos toda la superficie de fricción del pistón y a fuerza de subirlo y bajarlo con un leve movimiento de giro de la muñeca a todo lo largo del cilindro, se lograba llegar al punto en el que, sometido otra vez a la prueba del agua hirviendo, el pistón subía y bajaba con cierta tolerancia.
Ajustar un motor, esmerilar válvulas, “azufrar” pistones (que así era como se llamaba a su ajuste manual) era tan comprometido que, una prueba de fuego para el motor y sus tolerancias, consistía en subir el Puerto de los Leones de la sierra madrileña sin que se gripase.
Para un aprendiz de tercer año no nos eran ajenos, el manejo de la lima, la fragua, la rasqueta o montar y desmontar cualquier pieza. Algunos modelos que llegaban al taller requerían que nos echásemos a suertes entre “Catete” y yo a quien de los dos le tocaba el “hueso” debido a su dificultad extrema por falta del utillaje adecuado.
La bomba de los frenos del famoso 11 ligero Citroën, el “maldito”, nunca mejor nombrado, tenía un tornillo de su bomba de freno que había que encomendarse a todos los santos para quitarlo, o las dos bombas de agua de los Ford de 8V.
A todo esto había que añadir los muchos viajes en bicicleta buscando piezas por todo Madrid. Cuántas veces hemos rescatado un vehículo con avería en la bomba de gasolina y hemos logrado llevarlos hasta el taller con una goma enchufada a la entrada del carburador mientras, con una mano, sujetábamos una lata de gasolina en el techo, y con la otra, nos agarrábamos a la puerta subidos en el estribo.
Los lances más inverosímiles y los “milagros” que se lograban entonces en mecánica, requerirían de todo un libro para contarlos.