En estos días pasados de brumas y de lluvias, desde el retiro que por razón de edad me corresponde, escucho el ruido sordo del tráfico que, como una serpiente, lentamente se arrastra en medio de atascos interminables para llevar a millones de españoles a su trabajo y sin poderlo evitar acuden a mi mente los afanes y los rostros de médicos, obreros, funcionarios, empleados de banca, mecánicos, policías, secretarias, abogados, empresarios, el pequeño comerciante que espera que las ventas del día le permitan pagar los impuestos y obtener un pequeño beneficio para seguir malviviendo.
También pienso en el parado que, ya falto de esperanza, acude a las oficinas del paro a sabiendas de que con más de cincuenta años no va a tener jamás la oportunidad de seguir manteniendo a su familia con su trabajo; en el joven universitario que, después de terminar una difícil carrera, quiere crear una familia y labrase un porvenir y sólo encuentra solución en colocarse, con suerte, de camarero o el de emprender el incierto camino hacia un país extranjero; en el ama de casa que, resignada, una vez más después de muchos años de matrimonio, se ve obligada a quitarle el polvo al mismo mueble todos los días y a pensar en cómo arreglárselas para llegar a final de mes o en la humilde empleada de hogar que paciente espera al autobús que nunca llega.
También puedo ver los rostros de millones de niños que, sorprendidos en su sueño, se levantan para ir al cole resignados y sin comprender por qué la sociedad les obliga a tamaño sacrificio.
Y entonces, imagino una inmensa turbina que al arrancar da los primeros giros lentamente y va adquiriendo velocidad hasta generar la energía suficiente que durante un día y otro y otro, esos millones de españoles que trabajan, con su esfuerzo y sus impuestos, hagan posible que la turbina siga girando.
Al final, con hastío, veo a esos políticos que en estos días de elecciones se atropellan para que sus respectivos jefes de filas les incluyan en las listas de los elegidos, generosamente retribuidos – aunque sobren más de la mitad- y poder seguir disfrutando de los privilegios que les otorga el sillón. Algunos, para seguir robando y otros, para mostrarnos la zanahoria y después darnos el palo de las promesas incumplidas.
Pero hoy, a pesar de todo, ha vuelto a brillar el sol.
Paco Costas