Un buen amigo al que con frecuencia escucho asegurar que no le importa morirse por haber llegado a un punto en el que le están vetados placeres irrecuperables, me envía un artículo del genial escritor Manuel Vicent (el
País 28 de diciembre 20014) en el que cuenta como, en una tribu primitiva, para celebrar el solsticio de verano y la llega de la luz, los más jóvenes obligaban a los viejos, por las buenas o por las malas, a subir a los cocoteros recomendándoles que se aferrasen con fuerza a las hojas de la palmera, mientras ellos agitaban el árbol con violencia.
Algunos viejos caían y morían, pero otros lograban salvar la vida.
He cumplido ochenta y tres años en pleno tratamiento de un amenazador cáncer que, a fecha de hoy, parece haber desaparecido, y si ya por mi manera de ser amaba la vida con anterioridad, ahora, lo que venga después, me parece tan maravilloso como todo lo pasado.
A mi edad, unos placeres sustituyen a otros no menos bellos y dignos de ser vividos: la contemplación de la naturaleza, la lectura, la música; ver como renace la vida en seres que vienen al mundo cada día, y como mucha gente que sufre pobreza, hambre y enfermedad, también, como los viejos de la leyenda, se agarran desesperadamente a las ramas del cocotero en su lucha por sobrevivir.
Siempre me he hecho la pregunta sobre si los que dicen que no les importa morir, al enfrentarse a la hora suprema, siguen tan convencidos de los que aseguran. Creo que, hasta los suicidas, si tuviesen la oportunidad de volver a quitarse la vida, cambiarían de pensamiento.
Si es cierto que el Creador es el responsable da la muerte de los seres vivos, quizás habría que exigirle cuentas por tamaña crueldad.
Paco Costas