Mis primeros kilómetros y mis primeros sustos los experimenté a bordo de un viejo Citroën convertido en camioneta y conducido por mi madre. Eran los años de la Guerra Civil, en los que la subsistencia se convirtió en un problema dramático que, en el caso de mi madre, se vio agravado por su viudez y la carga de tres hijos que alimentar.
Afortunadamente, gracias a los años pasados en el taller con mi padre y a pesar de su casi nula formación escolar -hay que situarse en la Galicia de entonces, en donde la mujer hacía los trabajos más penosos y sustituía al hombre en una de las regiones con mayor número de emigrantes-, era, debía ser, una de las pocas mujeres de condición humilde capaces de conducir un automóvil, lo que le sirvió para que, a los pocos meses de iniciada la contienda y previa filiación al Partido Comunista, pudiese encontrar trabajo conduciendo para el Socorro Rojo, que era, por lo que supe después, la Cruz Roja en versión republicana.
Su trabajo, durante todo el tiempo que duró aquella guerra sin sentido, consistía en acudir a los frentes próximos a Madrid, llevando, en la mayoría de las ocasiones, alimentos y material sanitario. A veces, en alguno de aquellos viajes a Guadalajara y Alcalá de Henares, me llevaba con ella a pesar de que más de una vez tuvo que detener la camioneta y tirarse conmigo en la cuneta o debajo de algún puente huyendo de los obuses y de las bombas y cubriéndome con su propio cuerpo hasta que pasaba la tormenta.
Como puede comprobarse, mis primeros sustos, de los muchos que a lo largo de los años he sentido a bordo de los automóviles, los padecí de la forma más insospechada y cuando aún no sabía conducir y apenas había empezado a vivir.
De mi madre, de su valor y fortaleza de espíritu da muestra su propia muerte en un accidente de tráfico, en 1988, a los 84 años, cuando conducía su propio 600 por una carretera de los alrededores de Madrid. Descanse en paz la autora de mis días y mi iniciadora en el apasionante mundo del automóvil.