Si la población actual del mundo sobrepasa ya los siete mil millones de habitantes, al menos, la mitad de esta cifra estaban en París la pasada Navidad. Viendo tal número de personas agolparse en calles, restaurantes, museos y transportes públicos, resulta difícil admitir que en Europa haya veinte y siete millones de parados y que el continente esté atravesando una de las peores crisis de los últimos años.
Y no todos estos turistas son millonarios que se hospedan en el George V, cenan en Maxims o la Tour D’Argent, más bien, por su aspecto, la mayoría son gentes venidas desde todo el Mundo, de aspecto sencillo y yo diría de clase media común en cualquier país.
Para los que tuvimos la fortuna de conocer esta bella ciudad por primera vez hace ya muchos años, en mi opinión, capital de la cultura de Occidente, el cambio que, para mal, se ha operado en los últimos diez o quince años, le resta una buena parte del encanto que tuvo antes y durante ese periodo.
El hacinamiento difícil de describir, y no exagero mucho, me recuerda la asistencia de los creyentes árabes que acuden a la Meca.
Caminar hoy por sus calles del centro requiere habilidad y rapidez de reflejos para no tropezar cada pocos segundos, y en lugares tan emblemáticos como el museo del Louvre, tratar de concéntrate unos minutos ante la belleza de una obra, es de todo punto imposible.
Ante el famoso cuadro de la Gioconda, acercarte para contemplarla en toda su enigmática belleza es imposible, y lo que produce mayor frustración, es comprobar que, el interés de la mayoría de los que te impiden acercarte, por regla general, consiste en disparar sus móviles, videos, tabletas o cualquier otra forma de llevarse el recuerdo de la visita, como única inquietud por lo artístico y cultural.
Una cola que, hacía varios bucles en el centro del amplio patio del palacio, costaba una media de espera de dos horas bajo la lluvia, sólo para tener acceso a la taquilla donde se venden los billetes.
Restaurantes, cafés, autobuses, y hasta los barcos que recorren el Sena, requerían cierta decisión para evitar no quedarte en tierra.
Y lo peor para el visitante actual y lo mejor para las arcas del Estado francés, es que la situación se repite casi a diario durante cualquier periodo del año. París y sus alrededores, por sus precios, debe ser uno de los negocios más saneados de Francia.
En todo caso, como dijera Enrique IV, el rey Hugonote que abrazó la religión católica por ceñir la corona de Francia, “París bien vale una misa”
Paco Costas