La técnica, la potencia, la capacidad de frenado y la estabilidad de los monoplazas de la F1 actual, han aumentado de forma espectacular. El circuito urbano de Montecarlo ofrece las mismas dificultades y el mismo trazado, con las ligeras modificaciones que tenía, cuando al final de la década de los años veinte del siglo pasado, se disputaban allí carreras de automóviles.
Viendo GP en su edición del 2013, me sigo preguntado, cómo la asociación de pilotos de la F1 no le planta cara a Ecclestone y se niegan a participar en Montecarlo; y claro,
a mi pregunta surge inmediatamente una respuesta: todo el entramado de este deporte espectáculo gira entorno a cifras millonarias que soporta de forma exclusiva la publicidad y la carrera del Principado es el mayor escaparate mundial de esa publicidad.
Para el que gusta ver las carreras en las que el talento del piloto, las prestaciones del coche que conduce y un trazado en el que un participante puede adelantar a otro en muchas ocasiones, ver la procesión insoportable que nos deparó el GP celebrado este domingo, es aburrido, tedioso y carente de interés deportivo.
Lo peor, y lo temible que puede suceder cualquier día viendo la proximidad a la que se mantuvieron unos encima de otros, sin ninguna posibilidad de adelantar sin jugarse el físico, es que se produzca una montonera de graves consecuencias.
Menos mal que, al menos, vimos al joven Nico Rosberg realizar una carrera magistral en la que, ni la interrupción del “pace car”, con la consiguiente pérdida de las distancias logradas a costa de Vetel, frenaron su cabalgada hasta la victoria.
EL EGO DE ANTONIO LOBATO
Desde que hace ya unos años, Antonio Lobato comenzó a ser el responsable de las carreras de F1 en España, como aficionado, tengo que agradecerle a él y a su equipo la divulgación de este deporte, hasta hace muy pocos años desconocido. Pero cuando su nombre y los méritos que, sin duda, ha ido acumulando, ya no necesitan de una presencia tan constante ante la cámara ni del exceso de comentarios que, por ser ininterrumpidos, resultan mareantes y muchas veces difíciles de seguir. Menos mal que Pedro de la Rosa añade sus enormes conocimientos y su modesta forma de exponerlos, evitando que el espectador de televisión cancele el sonido.
Paco Costas