En estos días se anuncia un concurso mal llamado deportivo en el que, una serie de “deportistas” maduritos, con la que imagino cómoda situación económica, van a disputar toda una gama de batallas medievales atrezados y armados según eran las guerras libradas por los cruzados, en algunos de los muchos castillos que tenemos en España.
Desde hace algún tiempo, este tipo de batallas y guerrillas se celebran como un juego en el que, varones, sobre todo, disputan disfrazados de comandos, con la cara embadurnada, uniformes de camuflaje y armas, faltaría más, de fogueo…; se arrastran por el suelo, se dividen en bandos y se atacan con el propósito de destruir al supuesto enemigo.
En mi opinión, estos simulacros de guerra no son más que la más estúpida demostración de la locura humana.
Ya no basta, al parecer, que los niños se les regalen metralletas, pistolas de juguete o juegos de consola en los que gana el que es capaz de coser a balazos o abrasar con lanzallamas al pretendido enemigo al que hay que aplastar para ser el vencedor de fantásticas batallas.
Los libros, la lectura, el respeto a los mayores, el amor por los animales, el disfrute de la naturaleza, y la compasión por los millones de semejantes que sufren hambruna en el mundo, se ha convertido en algo lejano que ha dejado de interesar en los planes de formación de los más pequeños y en aquellos adultos que se consideran civilizados.
La guerra, ¡Dios mío, la guerra! ¿Sabemos de verdad lo que significa la guerra? ¿Sabemos que la guerra sólo trae miseria, hambre, destrucción, violaciones, muertes inocentes, y que el motivo que las impulsa, y hasta las justifica, casi siempre oculta intereses espurios, económicos, o religiosos en las que mueren casi siempre los jóvenes, los más desvalidos y los peor protegidos.
Sólo bastaría que una pequeña luz de cordura se encendiese en el cerebro de los que, aunque con artificio, gastan su tiempo y su dinero en jugar a algo tan miserable como un simulacro de guerra.
Paco Costas