Ningún ser humano en sus cabales desea la muerte de otro ser humano, pero algo habita en la psiquis del homo sapiens que, en los espectáculos de riesgo con posibilidad de muerte, hace que aflore en él ese animal irracional que, en unos más a flor de piel y en otros, de forma más profunda, se manifieste en ocasiones de la forma más violenta.
Cuando ahora sabemos que, en la Roma de los césares, la lucha entre gladiadores y fieras salvajes era seguida por el pueblo romano con auténtica pasión y que muchos de estos gladiadores fueron considerados auténticos ídolos de masas, seguramente nos cuesta mucho trabajo comprender que tamaña barabaridad pudiera ser presenciada sin sentir horror por los millares de espectadores que acudían a los anfiteatros del imperio que dominaba entonces la mayor parte de Europa.
Menos explicable, si cabe, nos parecen los autos de fe que congregaban a multitudes impasibles mientras el fuego quemaba vivos a otros seres por el hecho de haber admitido- la mayor parte de ellos entre horribles torturas- profesar o haber profesado una religión distinta a la que la ortodoxia de aquellos tiempos imponía por la fuerza. El relato del gran escritor español Miguel Delibes lo describe en su magistral novela, El Hereje, cuando relata como, hasta el propio rey más poderoso del siglo XVI, asistía impávido, rodeado de su familia, hasta que la hoguera convertía en cenizas al pobre ajusticiado.
Sin llegar a esos extremos, en nuestro tiempo, son los toros, el boxeo, y las carreras de motos y automóviles, en donde la presencia de una cogida, un mal golpe o un accidente grave de los protagonistas son lo que, admitámoslo o no, despierta la pasión del público que, preguntado fuera del espectáculo, te asegurará que de ninguna manera desea mal a ninguno de los protagonistas.
En el toreo, se valoran en el torero, su “arte”, pero sobre todo su valentía ante un animal salvaje que en cualquier momento puede causarle la muerte o una herida grave.
En el boxeo, cuando uno de los participantes propina a su adversario una tanda de golpes con los de que, forma visible, éste está a punto de caer inconsciente sobre la lona, la muchedumbre ruge literalmente hasta que el árbitro termina el combate por abandono y los médicos se apresuran a llegar hasta el vencido que, en algunas ocasiones, jamás llega a despertarse.
Todo lo expuesto me lleva al verdadero propósito de éste comentario: si el motorista no sufriese una aparatosa caída cuando circula a gran velocidad, o el piloto de una automóvil de carreras no demostrase su sangre fría, su valor y su pericia en un adelantamiento arriesgado cuando mayor es la dificultad o la velocidad del momento, el público no acudiría jamás a las carreras.
Nadie desea la muerte de un piloto, y yo, que he presenciado algunas, mucho menos. Pocas cosas me han entristecido tanto. En algunos casos he hablado con alguno de ellos muy pocas horas antes de que se produjese su accidente mortal; pero debo confesar que, al igual que los millones de espectadores que aman las carreras de automóviles, el momento crucial de la arrancada, la persecución de un piloto a punto de adelantar a otro que se resiste a ser adelantado; el riesgo que asume el que por fin adelanta y la proximidad del accidente, cuanto más evidente mejor, producen en mi emociones encontradas ya que, por una parte, no deseo que se produzca el accidente, pero, su proximidad, me produce un extraño nudo en el estómago muy difícil de explicar.
Sin necesidad de remontarnos demasiado en la historia de la Fórmula 1, estos son algunos de los pilotos que, desde los sesenta, sin llegar a las más recientes de Ranzerberger y Senna, murieron de forma violenta en las carreras: Stacey, en Bélgica, en 1960; Von Trips y 13 espectadores, en Monza, en 1961. En 1962, el BRM de Gurney causó la muerte de un comisario, en Mónaco. En 1964, en Alemania, Beaufort se mató durante los entrenamientos. En 1966, John Taylor, en Alemania. En 1967, Lorenzo Bandini murió en Mónaco, su coche chocó contra las balas de paja del puerto y se incendió sin que nadie pudiese hacer nada por rescatarle de las llamas. En 1968, Jo Schlesser, Mike Spence, Ludovico Scarfiotti y Jim Clark, también perdieron la vida en accidente. En 1969, fue Gerhard Mitter la víctima durante el Gran Premio de Alemania, y en 1970, Piers Couraje en Holanda, Bruce McLaren en Goodwood y Jochen Rindt en Italia completaron una trágica lista.
Tanta pérdida de vidas jóvenes en tan corto espacio de tiempo, causó la alarma de las autoridades deportivas y de los propios pilotos. En un estudio llevado a cabo por los constructores de Fórmula 1 y la FIA (Federación Internacional del Automóvil), entre los años 1963 y 1972, en 109 grandes premios, con un número aproximado de 4.830 kilómetros recorridos, se produjeron 135 accidentes, cinco pilotos resultaron gravemente heridos y siete murieron.
Estas cifras contemplan aquellos accidentes de pilotos de Fórmula 1 heridos o muertos en entrenamientos privados o en otras carreras. Jim Clark y Bruce Mclaren, o Ludovico Scarfiotti, son un ejemplo: Clark murió en el circuito de Hockemheim mientras participaba en una carrera de Fórmula II. McLaren, en el circuito de Goodwood, probando uno de sus coches del campeonato americano de la Can-Am, y Scarfiotti, también en unas pruebas previas a una carrera en cuesta.
Pero aún hay otros datos sobrecogedores que dan idea del peligro de muerte que acechaba a los participantes en las carreras en aquellos años. De los 200 pilotos que participaron en los 388 grandes premios del mundial entre 1950 y finales de 1982, más de sesenta sufrieron muertes violentas contando también aquellas que no tuvieron lugar en entrenamientos o carreras oficiales.
Desde 1994, con las trágicas muertes de Razenberger y Senna en Imola, la Fórmula 1 no ha vuelto a conocer una sola muerte, es decir, desde esa época hasta el 2007, hemos presenciado accidentes terroríficos de los que, el piloto, no solamente ha resultado ileso, sino que, el último, el sufrido por Kubica en Canadá, hubiese significado su muerte casi segura hace sólo una veintena de años.
En una ocasión, Jackie Stewart confesaba que, antes de salir de su casa en vísperas del Gran premio de Bélgica en el antiguo trazado de Spa, nunca sabía si volvería con vida. El Viraje de Masta, cuando el trazado belga tenía 14.10 kilómetros, le hizo escribir esta reflexión: “aquellos que dicen que les gusta Spa y que es un circuito para hombres, mienten. Desafío a cualquiera de ellos que me diga, si no se lo piensa dos veces al salir de su casa, durante el viaje y la noche antes de coger el volante”.
El piloto de Fórmula 1 actual sabe que las medidas de seguridad de los coches y de los circuitos, además de las personales, en caso de accidente, difícilmente le van a causar lesiones irreversibles. Las medidas me parecen muy humanas y muy racionales, la vida debe ser siempre preservada más allá de cualquier otra consideración, pero si a las carreras se les sigue privando de la emoción y el riesgo que suponen los adelantamientos y los resultados se obtienen con tácticas de diseño y en los boxes, el futuro de este deporte acabará limitándose a una permanente exhibición de la técnica.
No está lejano el día en el que un monoplaza pueda obtener la pole, o ser sometido a una preparación en un circuito sin público, conducido por un ordenador, mientras, el piloto, desde el box, calcula ante una pantalla sus posibilidades para la carrera siguiente. Ese día, el más excitante de los deportes del motor habrá perdido su magia.
Paco Costas