Con la aparición en el mercado del FIAT 500 resulta inevitable, para los que vivimos el automóvil desde hace ya muchas décadas, sentir nostalgia del pasado y de las muchas experiencias vividas al volante durante tantos años.
Cuando recuerdo como mi propia madre aparcaba su Fiat «Balilla» a la puerta de nuestra casa en la calle General Pardiñas, en plena contienda civil, me aparecen como en un fantástico caleidoscopio muchos de los modelos de la marca italiana que, en mi juventud, y a pesar de mis pocos años, me tocó conducir.
Cuando España quedó políticamente aislada del resto del mundo, la mayoría de los automóviles que circulaban por aquellas maltrechas carreteras, eran modelos anteriores a 1936, y aunque a muchos les cueste trabajo creerlo, el primer Fiat que conduje era un modelo 509 fabricado entre los años 1925 y 1929.
Recuerdo que su propietario, un sargento de la Guardia Civil, lo había convertido en furgoneta y yo, recién sacado mi primer carné de segunda, con 18 años, me ganaba el miserable sueldo que me daba, repartiendo paquetes y pequeños portes de mercancías de toda índole. De aquel modelo sólo me acuerdo que era de color rojo y que llevaba la palanca del cambio por fuera de la carrocería rematada con una gruesa bola de bronce. Es decir, yo tenía que sacar el brazo por fuera para accionar las tres marchas del cambio además de acelerar con el pedal situado en el centro entre el embrague y el freno. Toda una aventura.
Andando el tiempo, por mis manos pasaron casi todos los modelos Fiat de la época, pero lo que me quedó grabado sobre todo, fue el primer 500 «Topolino», un auténtico mito, fabricado entre los años 1936 y 1948, en lo que la propia Fiat denomina como la era «moderne». Su cambio de cuatro marchas con la tercera y cuarta sincronizadas era ya un prodigio de la técnica.
Ver de nuevo circulando la nueva saga de este modelo inolvidable, será para mi una gran satisfacción cuando, sobre todo, mis compañeros de la prensa ya lo han nominado como pretendiente al mejor coche del año en Europa.