Confieso que con frecuencia me pasa a mí. Veo un rostro en la tele o escucho una voz en la radio de un personaje público, y sin encomendarme a dios o al diablo, decido que no me gusta sin más.
Los tonos, las palabras que emplea, su gestualidad y sobre todo el saber que forma parte de un grupo con el que ideológicamente no coincido, bastan para atribuirle vicios, defectos y toda clase de maldades sin justificación alguna.
A estas alturas de mi vida ya debería haber aprendido que, la persona a la que condenas a la hoguera, cuando la he conocido personalmente, ha resultado ser un individuo encantador con el que charlar o intercambiar ideas es un verdadero placer.
¡Mea culpa!
¿Te has visto tú alguna vez en la misma situación? Si es así, toma nota para que no vuelvas a equivocarte como me ha pasado muchas veces a mí.