En las montañas del sur de Ávila, en el Puerto del Pico, competí en mis primeras carreras de automóviles cuando casi se me había pasado la edad natural para hacerlo.
Entre los muchos recuerdos como “tardopiloto”, uno permanece nítido y me escuece en la conciencia, aunque el daño causado sólo se redujo a una sucesión de mareos soportados por un indefenso animal de forma estoica.
Dingo, tenía los ojos del color de la miel, el hocico fino y elegante, y el pecho poderoso. Yo le quería a morir y me empeñé en convertirle en mi copiloto a base de llevarle conmigo mientras me entrenaba para el Campeonato de España de Rallys. Cuando le abría la puerta del coche para que trepase al asiento trasero, Dingo me miraba del mismo modo que Luis Capeto debió mirar a su verdugo antes de subir al cadalso.
Resignado ante lo inevitable, se tumbaba cuan largo era en el asiento trasero, y con la cabeza escondida entre las patas delanteras, seguramente meditaba sobre su abominable destino.
Yo me olvidaba de él y cuando llegaba a las estribaciones de Gredos, comenzaba el baile: “derecha, buena”….., “paella a izquierdas”……”tirón al freno de mano y derrapada”…frenazo a fondo,… acelerón, ..otro frenazo. Al llegar al Parador de Turismo, me detenía para darme un respiro, abría la puerta trasera y Dingo ponía “pata a tierra” visiblemente hecho polvo…
En los años que permaneció a mi lado, su manía por darle sustos a la gente que él debía considerar rara o mal vestida, le llevaron más de una vez a la perrera y a mí a pagar la multa para rescatarle; los perreros le apodaron El Lute por las veces que entraba y salía de las jaulas municipales.
Dingo acabó ensartado en los colmillos de un jabalí. Murió como había vivido, como un valiente. Donde quiera que estés, querido amigo, perdóname.
Del mis memorias “Una Vida Sobre Ruedas” . AMAZON