ESTE ARTÍCULO HACE YA TIEMPO QUE FUE ESCRITO POR MI Y PUBLICADO EN ESTAS MISMAS PÁGINAS; LO VUELVO A PÚBLICAR PORQUE EL DRAMA DE LA DESAPARICIÓN DE UNA PARTE DE NUESTRA JUVENTUD EN LA CARRETERA, COMO A TODOS USTEDES, ME CONMUEVE Y ME PRODUCE UNA GRAN TRISTEZA.
En los Estados Unidos de América, donde casi todo se mide en términos económicos, es frecuente escuchar como, al hablar de una persona, antes que sus méritos intelectuales o su calidad humana, se coloca en primer lugar el estado de su cuenta corriente: “he or she, is worth so many millions” (el/ella, valen tantos millones). Aún siendo esta una forma de valorar a un ser humano que no comparto, cuando cada fin de semana leo, veo, o escucho la terrible noticia de que en algún lugar de nuestra geografía han muerto tres, cuatro y a veces más jóvenes, en accidentes de tráfico, siempre me hago la siguiente pregunta. ¿Cómo y en qué términos podríamos valorar de forma objetiva la pérdida de tanta vida joven? ¿A quién, o a quienes habría que responsabilizar de tan irreparable sangría?
Establecer la medida de una desaparición semejante escapa a la propia razón para los que, en una madrugada de viernes, sábado o domingo, son despertados por la Guardia Civil de Tráfico para comunicarles la noticia de que un hijo, en el que han puesto todas sus ilusiones y sus esperanzas, ha perdido la vida en la carretera. Para los afectados, las valoraciones, los análisis a posteriori, las condenas que, muchas veces injustas, pesan sobre la juventud, son discursos baldíos y sin consuelo ni retroceso posible. La noticia, para los demás, se ha convertido en rutina, y, sin embargo, lo cierto es que, en una dimensión por supuesto incomparable, la pérdida la sufrimos todos cuando, nada menos que el veinticinco por ciento de los muertos en el tráfico en España, son jóvenes entre los 18 y los 25 años. Cuantificar, establecer en cifras, en posibilidades, o en logros, lo que estos jóvenes hubieran sido capaces de hacer por ellos mismos y por su país es, sin duda, imposible de valorar y produce estremecimiento imaginarlo.
Creo que hoy, más que nunca, en los países occidentales, estamos viviendo una especie de locura colectiva en la que los medios de comunicación de masas tienen, en general, una influencia nefasta sobre la educación de la sociedad y muy especialmente en la formación de los jóvenes. Todo lo que estos futuros ciudadanos del mundo alcanzan a ver a todas horas, empezando por los programas de información cotidianos, son crímenes, violencia, agresividad, culto al poder y al dinero fácil que sueñan alcanzar con el mínimo esfuerzo posible. No digamos nada de la publicidad o del cine, en donde el sexo, la velocidad y el poco respeto a la ley, se han convertido en mitología en los últimos treinta años. Es frecuente ver como el “malo” de turno, burla a los agentes la policía en persecuciones espectaculares una y otra vez, hasta que los encargados de velar por el orden acaban haciendo el ridículo y sus vehículos reducidos a un montón de chatarra. Todo esto sin mencionar a los desalmados que proporcionan e incentivan desde la adolescencia el consumo de alcohol y drogas en los propios colegios. Pero este artículo, en el que torpemente intento denunciar una de las más dramáticas plagas de nuestro tiempo, palidece al lado de lo que el filósofo francés Jean – Francois Revel dejó escrito y que Diario 16 publicó el 21 de agosto de 1988 sobre este problema, bajo el título “El Automóvil: el Gran Suicidio”:
Estas pérdidas humanas- se refiere a Francia donde la cifra de muertos en el tráfico es menor con relación a su parque y número de vehículos que en España, aunque los problemas son comunes a ambos países – son para la comunidad nacional más terribles aún por el hecho de que en su mayoría se trata de muertos con edades comprendidas entre los quince y los veinticinco años. Para un país de baja natalidad como Francia, donde el envejecimiento de la población aumenta día a día, esta hemorragia de jóvenes es algo así como un suicidio al cuadrado. ¿No produce escalofríos que el dato de que las tres cuartas partes de las muertes de jóvenes entre quince y veinticinco años se producen por accidentes de circulación?. Sería saludable desmitificar el coche, decir a los jóvenes que se trata de un instrumento cómodo, igual que el horno del microondas, o el lavavajillas, y que es pueril depositar en él su virilidad, su apetito de hazañas, su machismo. El caso desconsolador de esos jóvenes que se ponen a corre a la salida del baile del sábado por la noche y se provocan, se desafían para saber quien llegará el primero al pueblo más próximo, revela un comportamiento arcaico que la enseñanza debe ridiculizar; una mentalidad de primates que el educador tiene el deber moral y cívico de evitar su critalización. La publicidad televisada estimula, con talento además, esa mentalidad primitiva del automovilista. No son más que hazañas extravagantes sin relación alguna con la vida cotidiana o, mejor dicho, ¡hay!, con la muerte cotidiana. Los coches proyectados a la velocidad del Concorde por espacios saharianos o iperbóreos, a través de grutas encantadas, corren compitiendo con trenes de alta velocidad, pateras, maremotos. Así, un automóvil, u instrumento corriente que no sirva para nada más que para acomodar el trasero a un cojín y trasladarse de un lugar a otro a 70 kilómetros de media desde Angulemêeme a Remoratin se transforma por medio de la publicidad en espada flamígera de la voluntad de poder del superhombre. Estoy de acuerdo que toda publicidad comporta una parte de sueño. No obstante, es necesario que guarde relación con la vida real. No se compra un R- 5 para saltar por encima del cráter del Popocatepelt”
Este artículo magistral y vigente en el presente siglo, termina con algo que se me antoja también común al problema que padecemos en España: “Lamentablemente entre nosotros, al Estado le encanta meterse en todo lo que es incapaz de hacer y le horroriza, por otro lado, cumplir con las obligaciones que le corresponden por naturaleza”.
Paco Costas