¡Caballero! ¡Caballero! Siento que alguien me está llamando. ¿Es a mí? No hay duda, una amable señorita me está llamando para que pase a la consulta del dentista.
No podría precisarlo; hace un año, hace dos, la costumbre de dirigirse a los varones como “caballeros” se ha generalizado, y cuando se refieren a mi persona siempre me dan ganas de contestar: sí, soy yo, perdone que llegue un poco tarde, pero es que no he encontrado sitio para aparcar y he tenido que dejar a mi caballo en doble fila.
Caballero, que yo sepa, es aquel que monta a caballo y ya distinguía a los griegos y romanos que poseían un caballo. Más adelante, en la alta Edad Media, los señores feudales, a los que su riqueza se lo permitía, disponían de un caballo y su posesión les atribuía una cierta distinción social. El hecho de pertenecer a la Caballería también tenía que ver con el honor y con las normas de conducta.
La palabra caballero tuvo otras acepciones a lo largo de historia: los componentes de las órdenes de caballería, del Temple, del Santo Sepulcro…
En los comercios y en los lavabos, es frecuente distinguir a las personas con las indicaciones de “señora” y “caballero”, pero para dirigirnos a alguien de forma educada y respetuosa, siempre se llamaban, al señor, señor, y a la señora, señora.
No sé si se debe a la progresía llamar a los varones “Caballero” o tiene algo que ver con algún extraño complejo o idea de servilismo ¡vaya usted a saber!
En todo caso, cada vez que alguien se dirige a mí llamándome “caballero”, me veo sobre un poderoso alazán cargando contra el moro en la batalla de Las Navas de Tolosa. Menos que, aquello de “jóvenas” no tuvo éxito y a las señoras se les sigue llamando señoras, menos… mal…
Paco Costas