En mayo de 1981, Joaquin, capitán de una pequeña embarcación de pesca de Isla Cristina, logró salvar a su tripulación y a mi de una muerte cierta, después de abandonar el último, cuando su barco se hundía en el estuario del río Gambia de la costa atlántica africana.
Cuando leí la noticia y vi las imágenes del naufragio del crucero Costa Concordia, abandonado a su suerte por ese capitán de opereta, en la que podría haber sido una de las tragedias más grandes de la navegación, me vinieron inmediatamente a la memoria el sinfín de actos heroicos que, a lo largo de la Historia protagonizaron marinos españoles, portugueses, británicos, normandos y bretones, cuando los hombres eran de hierro y los barcos de madera. La historia que voy a contarles, una más de las anónimas que todos los días se producen en el mundo, también fue protagonizada por un joven de hierro, capitán de un modesto barco de madera.
Aquellas personas que conocen la dedicación de una buena parte de mi vida a la seguridad vial y al automóvil, desconocen otra parte de mis azarosas experiencias que, entre otras aventuras, me llevaron a fletar, con un grupo de amigos, tres barcos en Isla Cristina para pescar langostinos que, en África, por entonces, estaban a cien pesetas y en España se vendían a mil. Después de muchas peripecias y de un naufragio que a punto estuvo de costarme la vida, no logré pescar ni un solo langostino y mis amigos y yo nos dejamos cincuenta millones de pesetas en el malogrado negocio pesquero.
La tarde anterior al naufragio, que se produjo a media noche, estábamos anclados en el centro del río a no mucha distancia de su desembocadura en el Atlántico y de la vecina ciudad de Banjul. Mientras esperábamos zarpar al día siguiente de madrugada, para matar las horas de espera, me dediqué a pescar desde la cubierta pequeños tiburones que abundan en aquella zona.
A la una de la mañana, el barco que tenía la mayor parte del peso de las provisiones previstas para la singladura en pos de los langostinos de oro en la popa, recibió de improviso un fuerte golpe de mar, la proa se levantó de forma inmediata y el barco comenzó a hundirse después de una fuerte sacudida. Joaquin y yo dormíamos en el único camarote que había a bordo, en el puente, y nos despertamos cabeza abajo mientras los objetos y aparatos de navegación nos golpeaban al salir despedidos. El resto de la tripulación de diez o doce marineros, dormía a proa en un camarote bajo cubierta al que llamaban “La Discoteca”.
Dentro del caos que se produjo, Joaquin alertó a sus marineros, y a la vista de la rapidez con la que se hundía el barco, les ordenó saltar al agua, después me mandó a mí, y él abandonó el barco el último cuando las luces de a bordo estaban ya desapareciendo bajo el agua. Yo perdí el contacto con todos, y lo último que pude oír, fueron sus gritos de socorro que se fueron apagando, y pensé entonces que se habían ahogado todos. Hasta que, al amanecer del día siguiente, un remolcador del puerto en el que venía Joaquin a bordo, me rescató después de una larga noche en el agua librándome de la muerte de forma milagrosa.
Joaquin, entre tanto, había nadado hasta la costa, mientras el resto de la tripulación invocaba a la Virgen y lanzaba voces de socorro agarrados a lo que pudieron, convenció a las autoridades del puerto sin saber una sola palabra de inglés, que era la lengua oficial de aquel pequeño país anglófilo, consiguió rescatar a la totalidad de sus marineros y, además, logró convencer al capitán del remolcador que los rescató para volver al amanecer a buscarme cuando casi estaba convencido de que yo me había ahogado.
El día 14 de julio de aquel mismo año, el diario El País, donde yo había colaborado desde su nacimiento en 1977, publicó un noticia falsa en la que se me acusaba de la muerte de dos negros que se ahogaron a mi lado y de algunas cosas más totalmente inciertas y mal intencionadas.
Mi verdad y el resto de aquella malograda aventura, la conté en un libro que, bajo el título Mi Noche Africana, publicó Planeta en 1982,
Nunca más, después de aquella aventura he vuelto a saber nada de Joaquin, un joven marinero español de treinta años que no había pasado jamás por una exclusiva escuela naval. Gracias a su valor y a su forma heroica de interpretar las leyes del mar, puedo subir hoy esta historia a mi blog.
Paco Costas