El primer taller en el que trabajé como aprendiz de mecánico fue el de Alfa Romeo, en la calle General Pardiñas, en Madrid. El segundo, fue el del A.T.E., Aeropuerto Transoceánico Español (para los que trabajábamos allí, A.T.E. significaba, Hambre, Trabajo y Esclavitud).
Mediados los años cuarenta, lo que hoy es un espectacular aeropuerto internacional era un desolador erial y la terminal unos rudimentarios barracones de madera, y por si fuera poco, con el clima de Barajas, uno de los más extremos de Castilla, trabajábamos la mayoría de las veces al aire libre. Entre unas cosas y otras pronto llegué a odiar aquel infierno regido por militares, en donde, el que no cumplía con sus exigencias, podía poco menos que acabar “fusilado al amanecer”.
En aquel improvisado taller nos dedicábamos a reparar los camiones, la maquinaria de las obras y los turismos de los oficiales, casi todos del arma de aviación. Los carros vibradores para los bloques de cemento de las nuevas pistas, las apisonadoras monocilíndricas diesel, las escavadoras Carterpillar, y toda clase de tractores, también se reparaban en aquel taller que estaba en un lugar conocido como La Granja, muy cerca del río Jarama.
Entre los turismos, los alemanes de las marcas Adler y DKW de dos tiempos, con la carrocería de madera, eran los más numerosos. Los camiones, en su mayor parte eran Krupp, Hispano Suiza, fabricados en España, y GMC’s de tres ejes pertenecíentes a una partida de maquinaria de guerra comprada por Juan March a las fuerzas aliadas después de la campaña del Alamein, en Africa.
A estos últimos les llamábamos “ciempiés” por la cantidad ruedas y neumáticos de su tres ejes tractores. En uno de ellos que estaba para remolcar y arrancar a los vehículos recién reparados, yo subía casi todos los días al vecino pueblo de Paracuellos a comprar el vino para la comida de los oficiales. La taberna que había en la plaza era regentada por una tía del matador de toros Paquito Muñoz, al que, según ella, yo me parecía mucho físicamente (años más tarde tuve ocasión de tratarle cuando ya retirado pasaba por Ávila camino de una finca que tenía en Salamanca).
Aquel camión, desechado de las obras, tenía tanto cemento en sus ejes que se quedaba parado al soltar el embrague y gastaba más gasolina que una fortaleza volante, pero como no quería que dejasen de mandarme al pueblo con él, lo cuidaba con mimo para que siempre arrancase y estuviese disponible en cualquier momento. Y así fue como comencé a conducir y remolcar camiones por las carreteras de la obras cuando aún me faltaban algunos años para tener el carné.
Para los aprendices (yo lo era de tercera categoría, con un sueldo de dos pesetas con cincuenta céntimos diarias), todos críos como yo, la bofetada o la patada en el culo propinada por un oficial mecánico, eran el menor de los castigos. Las bromas pesadas y los trabajos más duros, tales como desmontar el carter o la culata del motor de un camión tirados en el suelo del patio con un calor sofocante en pleno mes de agosto o bajo varios grados bajo cero en el invierno, siempre nos tocaba a los aprendices que bautizamos aquel inhóspito lugar como “El Patio de Caballos”.
Un día, mi oficial, Luis “El Chispa”, un chuleta madrileño que apenas alcanzaba un metro sesenta y tenía muy mala leche, me mandó al jefe de la fragua para que me diese la “escuadra de buscar rincones”, y aquel cabrito me cargó con la bigornia (yunque) de la fragua. Como pude, cargado con aquel enorme peso, llegué hasta donde me esperaba “El Chispa” que, entre risas coreadas por casi todo el taller, encima me llamó gilipollas.
Otro día en el que, según él, le había hecho una entrada demasiado fuerte en el partidillo que jugábamos en el descanso del mediodía, me propinó la bofetada más grande que he recibido en mi vida. Aún hoy, cuando recuerdo su cara y la crueldad de aquel personaje, me sigo acordando de su puñetero padre.