Este texto que hoy subo a mi web, me ha sido enviado por su autora, Rosario Raro. Es para mi una gran satisfación reproducirlo por lo que significa que todavía hay personas que se acuerdan de aquel inolvidable programa y de mi entrañable amigo Alain Petit, con él compartí riesgos y alegrías. Alain me llama de ven en cuando; sigue vivo y además haciendo las mismas cosas por todo el mundo.
Gracias Rosario
Afectuosamente
Paco Costas
Rosario Raro (Segorbe, 1971) estudió Filología en la Universidad de Valencia y cursos de doctorado en Comunicación Audiovisual en la Universitat Jaume I (UJI) de Castellón. También estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la PUCP de Lima, ciudad donde vivió durante casi una década. Entre otros, ha ganado los premios literarios Ciudad de Huelva, el Cruzando Culturas de Mérida, el Premio Max Aub y el Magda Portal del Ministerio de la Mujer de Perú, así como el Premio Conacine del Ministerio de Cultura de Perú por el guión del cortometraje La cuerda floja.
Desde 2004, dirige un Taller de Escritura en la Universitat Jaume I de Castellón, actividad que simultanea con su trabajo en proyectos de expansión de las nuevas tecnologías dentro del programa Connectem y On Xarxa y la investigación de su tesis doctoral sobre la blogosfera.
TEXTOS PUBLICADOS EN REALIDAD LITERAL:
NARRATIVA: Micro-relatos
LOS MONSTRUOS GIGANTES
En la primera escena que recuerdo de El exterminador de la carretera aparece un grupo de hombres atrincherados junto a un pozo cuyo fondo cenagoso constituye la última reserva hídrica del planeta Tierra. Fred, el más valiente de todos, desciende en medio de la oscuridad asido a una cuerda gruesa y extremadamente basta. Pasados unos minutos interminables y desazonadores, grita que el agua sigue manando y esa voz que retumba atronadora significa que aún hay esperanza para la raza humana.
Alan Petit es el verdadero nombre del héroe y participó en esta película a pesar de no ser actor sino piloto especialista en acrobacias automovilísticas.
Lo descubrí en el programa La segunda oportunidad; aquel que comenzaba con un Jaguar estrellándose contra una roca enorme y que presentaba Paco Costas. La experiencia más sublime que recuerdo de mi infancia era ver como en cuanto sonaba una música paradisíaca, la moviola volvía todo a su estado original y cuando el vehículo se aproximaba esta segunda vez esquivaba por la derecha aquella piedra del tamaño de un elefante.
La moraleja era que el conductor contaba con una segunda oportunidad siempre que extremara su prudencia y condujera con mirada larga. Era un planteamiento muy metafísico, pero yo sabía que el choque se había producido necesariamente para que fuera posible el rodaje del accidente desde todos los ángulos de visión. No estaba trucada y además había algo todavía más importante: al volante del Jaguar estaba Alan Petit en ambas ocasiones: cuando se producía el terrible encontronazo y cuando maniobraba hábilmente para salvar el obstáculo.
Había dos posibilidades: la moviola lo retornaba a la vida o sencillamente era inmortal. De lo que no cabía ninguna duda era de que yo había elegido al mejor héroe. Sin trampa ni cartón porque no se trataba de un personaje de cómic ni de dibujos animados sino que además era humano.
A pesar de que el programa comenzaba siempre con la misma cabecera y ya sabía lo que sucedería, la sensación liberadora no se gastaba, semana a semana, sino que siempre veía aquello como si se tratara de la primera vez.
La sonrisa de Paco Costas, el presentador, parecía certificar que efectivamente siempre había una segunda oportunidad.
Entonces yo tendría unos diez años y vivía en Albacete. En invierno me desplazaba por las calles hasta el colegio envuelto en un abrigo, una bufanda, un gorro y un pasamontañas a juego con los guantes: un fardo de ropa andante del que sobresalía el bulto de la cartera colgada a la espalda con dos tirantes, según el uso de la época. Sólo me quedaba una ventanita robótica por donde asomar los ojos, pero el día clave fue suficiente para permitirme ver un cartel en el que alternaba el color rojo de unas llamas con el metalizado de los coches dibujados en él. En la parte superior con letras rodeadas de estrellas se leía: Gran Espectáculo Hollywood Motor Show, La batalla de los monstruos gigantes. Y en el centro un nombre para mí legendario: Alan Petit. No podía creerlo. Crucé la acera corriendo, llegué agitado al colegio, esperé desesperado la hora del recreo para poderlo contar a todos. Ahora creo que nada puede compararse con la sensación que siente un niño cuando sabe que va a tener a su héroe cerca.
Lentamente, porque el tiempo se dilató durante aquella semana hasta lo indecible, llegó el día de la exhibición. Fui el primero en llegar. Los mecánicos aún estaban poniendo a punto los motores, vi como algunos especialistas ensayaban trompos con sus vehículos y giraban a toda velocidad en las esquinas del patio de los salesianos.
Sabía de Alan Petit más que de ninguna otra persona en el mundo, yo hubiera podido escribir su mejor biografía a partir de las entrevistas que había leído y visto: fue boina verde, en la legión extranjera francesa comenzó sus primeros entrenamientos con vehículos de motor. 12.000 coches destrozados, 450 películas. Entre ellas las del agente 007, él era el verdadero James Bond, su doble en las escenas peligrosas, el otro sólo besaba a las chicas y se paseaba por los casinos.
La joya que nadie había logrado arrebatarle era su salto de 50 metros con un autobús que caía sobre un barco de pesca. Una hazaña inigualable.
Alan Petit se enfadaba cuando le llamaban kamikaze, respondía que a él le gustaba mucho vivir, que sus actuaciones eran artísticas y que no entrañaban ningún riesgo para un especialista. Disimulaba así que era inmortal.
Y por si todo esto fuera poco, yo sabía que si algún día el planeta se desertizaba, Alan Petit sólo tendría que buscar un manantial donde la vida siguiera brotando.
En la escena de la película en la que descendía al fondo del pozo, la cámara mostraba como sangraban sus manos por los cortes de aquella cuerda tan gruesa y tan basta. Las gotas de sangre se mezclaban con el agua volviéndola inagotable.
En el espectáculo de Albacete vi volar coches por los aires, salir a los conductores de entre las llamas, conducir marcha atrás a velocidades de vértigo, saltar rampas, desplazarse sólo con las ruedas traseras y demás piruetas que ponían la carne de gallina porque ocurrían ante nosotros, no en el fondo del televisor o de la pantalla de cine. Todo era real.
Cuando terminó, los aplausos duraron varios minutos, Alan Petit saludaba desde el centro del patio y algunas personas saltaron al recinto para saludar a los especialistas. Yo esperé hasta que lo dejaron un poco tranquilo y cuando lo vi avanzar hacia mí, comprobé la ligera cojera de su pierna derecha. Llevaba dentro ocho clavos, un alambre y un tubo de hierro, lo que le daba a sus pasos una cadencia de autómata.
Entonces pensé que si no era en ese momento no sería nunca, cogí un papel sucio del suelo, fui corriendo hacia él y le pedí que me firmara un autógrafo. Mientras le daba el bolígrafo vi que de su mano caían unas gotas de sangre que se fueron depositando sobre el papel que sostenía con la otra. Igual que en la escena del pozo de El exterminador de la carretera.
Me dibujó un coche junto a su firma, me acarició el pelo y sonrió. Mientras se alejaba supe el regalo que me había hecho. Sólo yo podía saber qué significaba aquello.