Si es verdad lo que nos cuentan, el odio, la codicia, la envidia y los celos llevaron a Caín a matar a su hermano Abel, y Dios le castigo a vagar por el mundo con el peso de su crimen.
Parece como si la maldad de Caín persiguiese a los humanos desde entonces: la codicia, la envidia, el odio, los celos, la mentira y los instintos asesinos, están presentes como algo cotidiano en muchos lugares del mundo.
Donde no hay Guerras, se inventan. La intolerancia y el fanatismo religioso dan lugar a genocidios en los que unos destruyen a los otros con la mayor crueldad arrastrando tras de sí el sufrimiento y la muerte de seres indefensos.
Alguien dirá que exagero, que todavía existen personas compasivas de buena fe, solidarias con los que menos tienen y son más castigados por el hambre y la miseria, pero estas minorías no cuentan, y al final los poderosos, los únicos que pueden remediarlo, cierran los ojos. ¡El problema no va con ellos!
Nada de lo que aquí escribo es nuevo y sería pretencioso por mi parte atribuirme su descubrimiento; las maldades congénitas del ser humano, en cuya bondad no creo desde hace ya muchos años, siguen ahí y podemos comprobarlo a diario.
Grandes pensadores, filósofos, escritores: Voltaire, Chakespeare, Cervantes…lo dejaron escrito entre el drama y la ironía.
Como no podía ser diferente, estos males que nos afligen desde Caín, vienen produciéndose ininterrumpidamente en España durante siglos, hasta que, hace relativamente muy poco tiempo, por primera vez, vivimos en paz y sin matarnos entre nosotros durante casi cuarenta años.
Ahora, cuando ha llegado el momento en el que estamos a punto de superar una crisis política y económica de gravedad, la unión y la cordura debería imponerse: el odio, las envidias, la codicia y la lucha por el poder a costa de los que sea, están a punto de poner en peligro lo que tanta sangre, sudor y lágrimas hemos conseguido entre todos.
¡Yo ¿con ese?…ni loco!
Los insultos más rastreros, las mentiras inventadas, el odio secular y el deseo maligno de remover el recuerdo de una guerra que sucedió hace casi ochenta años, una vez más, nos demuestra que, el pacto, el dialogo en aras del bienestar de los ciudadanos, son un leguaje de sordos para los que, por norma, dicen aquello de “No me importa caerme yo con tal de que tú te estrelles”