Trabajas toda tu vida, cuando las fuerzas comienzan a abandonarte, sueñas con ese día tan esperado en que dejarás de madrugar; si has tenido la fortuna de tener trabajo durante los últimos años de tu vida laboral, quizás tu pensión te permita vivir sin apreturas calculando cada euro y sin pasarte de la raya.
Confías en que el Estado mantendrá en todo momento tus necesidades cuando varíen los precios de la cosas al alza (nunca bajan).
Esto que debería ser lo acordado con la sociedad a la que le has dedicado los mejores años de tu vida, en la práctica es un espejismo, una quimera.
Pronto te das cuenta de que el Estado no ha cumplido su palabra y lanza a los cuatro vientos una subida vergonzosa sin que puedas exigirle nada.
Y luego comienza el saqueo: pagas por los medicamentos cuando más lo necesita tu edad, y para más vergüenza de nuestros administradores, te amenazan con subirlos un poco más.
Bancos que en su día te cobraron de más, suben los seguros, el combustible que te permite tener movilidad, los transportes públicos, los impuestos, los alimentos, y la electricidad cuando más duro es el invierno…
Este mal, común a todos los españoles de rentas más bajas (algunas pensiones son totalmente miserables), persigue un propósito inconfesable: aumentar los salarios y los dividendos de los consejos de administración de grandes monopolios a los que la solidaridad les suena a cuento chino.
El fin justifica los medios: sube la demanda, sube el precio, aumentan las ganancias.