Una noche, hace ya mucho tiempo, sobre un tablao del viejo Madrid, escuche la voz de una joven, casi una niña. Se llamaba Rocío, llevaba un sencillo traje de faralaes blanco con lunares verdes y era entonces una más en elenco de Manolo Caracol.
Recuerdo que, una de las canciones, eran un fandangos de Huelva y que su voz y la forma de cantar de aquella chipionera recién llegada a Madrid, ponía los pelos de punta. Tuvo que repetir varias veces por varios estilos del cante flamenco a petición del público que, por entonces, reunía en aquel local a muchos de los más famosos personajes del momento.
Pasó el tiempo, no volví más a aquel tablao, pero su nombre y su voz fueron poco a poco cautivando a todo el que la escuchaba. Cuando la conocí personalmente era ya una cantante famosa y, por azares del destino, coincidimos en el mismo barrio y en la misma vecindad.
Cuando Pedro Carrasco y Rocío empezaron a verse, me encontraba con los dos casi a diario. Rocío venia siempre a media mañana de ensayar o de grabar, nos saludábamos, y en más de una ocasión le recordé aquel primer día en el que me había impresionado tanto su voz y su estilo.
Llegamos a ser amigos y ambos me invitaron a su boda en Chipiona. La llegada a la iglesia de la novia fue algo que jamás había visto. Había tanta gente llegada de toda España que, la multitud que se agolpaba a la puerta del templo, impedía el paso de la novia y tuvo que entrar en volandas.
Soy uno de los muchos millones de españoles que han tenido el privilegio de escuchar su voz. En una ocasión le dije que por qué no se prodigaba más en el flamenco, y ella misma me aconsejó uno de sus discos que conservo, se titula “Por Derecho”. Era ahí, en mi modesta opinión, donde ella sacaba la raza y la fuerza que tuvo a lo largo de toda su carrera.
Y ese es su legado, las personas como Rocío no se van nunca. Nos dejan su voz, sus canciones y la certeza de haber sido también grandes en su dimensión humana. Descansa en paz Rocío.