En enero, como en años anteriores, los equipos de la Fórmula 1 se trasladaron al circuito de Jacarepagua con dos meses de antelación para realizar ensayos y pruebas técnicas antes del Gran Premio de Brasil que habría de disputarse el día 25 de marzo. Dos semanas antes de la carrera, la mayoría de los equipos y un buen número de periodistas venidos de todo el mundo, estaban alojados en el Hotel Intercontinental, en la costa atlántica, a unos veinte kilómetros al sur de Río de Janeiro.
El tiempo en esa época del año es allí húmedo y caluroso, y la mayoría de los componentes del circo aprovechaban aquellos días para disfrutar de un corto descanso antes del comienzo de la ajetreada temporada.
El Intercontinental es un edificio moderno, enclavado a muy poca distancia de un abigarrado conjunto de misérrimas “favelas”. La piscina del hotel estaba rodeada de tumbonas y gente ociosa tostándose al sol. A pocos metros, las mesas del vecino restaurante aparecían llenas de toda clase de frutas y de los más exquisitos manjares. Mientras, los camareros solícitos, servían bebidas frías al borde del agua. En general el ambiente contrastaba de forma dolorosa con el submundo en el que viven millones de habitantes en uno de los países más ricos del mundo.
Por encargo de Televisión Española, (seguramente por entonces tenía algún amiguete en la “casa”, única forma de conseguir estas cosas) tuve una vez más la oportunidad de seguir un campeonato, en esta ocasión con Pepe Diéz. Con él iba a hacer los comentarios en las retransmisiones por televisión de la totalidad de los grandes premios de la temporada.
Sobre Pepe Diéz, (su apellido se pronuncia con el acento sobre la e) y los meses que pasamos juntos aquella temporada, no puedo dejar de hacer un comentario. Retransmitir las carreras de Fórmula 1 en televisión no es tarea fácil, ni mucho menos. Cuando me uní a Pepe para realizar por primera vez aquel trabajo, él ya llevaba algunos años haciéndolo y además, sus vivencias como periodista especializado en carreras de automóviles en el tiempo que vivió en Argentina le daban cierta experiencia sobre un tema que muchos no conocíamos aquí por entonces. Sin embargo fui uno de los que le criticaron en su día y hasta que no me vi enfrentado a la obligación de hacer una retransmisión, no pude realmente comprender cuan injustamente había valorado su trabajo. Esto que ahora escribo, en ningún momento pretende ni siquiera insinuar que yo sí lo hice bien; por el contrario, de las muchas horas que a lo largo de mi vida profesional me he puesto delante de un micrófono o de una cámara de televisión, aquella experiencia aún permanece en mi memoria como un punto negro que aún me incomoda recordar.
Después de nosotros, otros especialistas compartieron micrófono con el hispano-argentino como Eduardo de Aysa, por entonces improvisado periodista del motor y gran aficionado, (piloto profesional en la actualidad) con el que llevó a cabo un buen trabajo relatando, entre otros, los últimos compases de aquella memorable carrera en Australia, cuando un reventón de los neumáticos le privó a Mansell del mundial, en favor de Alain Prost (1986), algo difícil de mejorar, a mi juicio.
A finales de los ochenta, cuando Luis Pérez Sala se retiró, formó un magnífico equipo con Jesús Álvarez, en el que se conjuntaron la experiencia como piloto de Sala y el oficio de Jesús Álvarez como locutor profesional con muchos años de experiencia en Televisión Española.
De todos modos, volviendo a Pepe Diéz y sus años como locutor en la Fórmula 1, sabido es que el pecado nacional más extendido es el de la envidia de los que, sentados cómodamente en su casa, siempre creen que ellos lo hubieran hecho mejor. En cualquier caso, “pelillos a la mar”, y mejor volvamos a los circuitos y a las carreras.
En 1984 quedaban todavía en activo muchos de los pilotos y los ingenieros que habían protagonizado el final de los setenta y el principio de los ochenta. Jody Scheckter y James Hunt se habían retirado y otros se habían ido para siempre cuando comenzaba uno de los más apasionantes periodos de la Fórmula 1: Depailler, Graham Hill, Colin Chapman, Ronnie Peterson, Francoise Cevert, Carlos Pace, Mark Donohue, Tom Price, Peter Revson, Riccardo Paletti, y Gilles Villeneuve, entre otros.
Con respecto a los que iban a tomar parte entonces y en años futuros, conocía casi a la mayoría, y de otros, como Martin Brundle y Ayrton Senna, sólo sabía que habían disputado con éxito la Fórmula III inglesa y que Senna había sido el campeón y el británico el subcampeón. De Senna tengo que decir que Emilio Alonso (el periodista radiofónico español que mejor ha retransmitido las carreras de Fórmula 1, en mi opinión) ya me había dicho que estábamos ante un auténtico talento con un gran futuro. Y no se equivocaba, tal como se demostró andando el tiempo.
De las grandes figuras que formarían las parrillas en adelante, Nelson Piquet ya contaba con dos títulos mundiales, Keke Rosberg con uno, Lauda también con dos, y Prost, aunque ya había ganado nueve grandes premios con Renault, continuaba todavía ayuno de títulos y esperando su oportunidad en Mclaren. Mansell era todavía un diamante en bruto con un largo rosario de retiradas y accidentes en su historial. Patrese, después de la controversia a que dio lugar su posible participación en el accidente que costó la vida a Peterson en Monza, en 1978, había salido indemne del trance, exonerado de toda culpa, y contaba con dos victorias; una en Mónaco y otra en Sudáfrica, en los años 1982 y 1983.
Jacques Laffite, el bravo piloto francés, iniciaba el principio de su declive y ya no volvería a sumar ninguna más a sus seis magníficas victorias. Un desgraciado accidente en el circuito de Brands Hatch en 1986, le obligó a retirarse el día que hubiera alcanzado el record de 177 grandes premios disputados; el número más alto conseguido hasta entonces por piloto alguno. El belga Boutsen, Alboreto, Marc Surer, Dereck Warwick, Andrea de Cesaris, Eddie Cheever, Stefan Johansson y René Arnoux, junto a los más jóvenes debutantes, iban a ser también protagonistas destacados del devenir inmediato.
Fue también en aquel año de 1984 cuando empezó a desvanecerse la estela dejada por equipos tan emblemáticos como Lotus, Alfa Romeo y Brabham. También Tyrrell perdió casi totalmente un glorioso protagonismo que nunca más volvería a recuperar. La estrella emergente era Ron Dennis. Él y Frank Williams dominaron de forma total el mundial entre 1984 y 1993. Ni siquiera Ferrari con su inmenso poderío económico y su esplendoroso pasado, fue capaz de hacerles la más mínima sombra. A la compra del equipo, Ron Dennis había añadido el enorme potencial de los motores Tag-Porsche con los que Mclaren ganaría tres mundiales de pilotos y cuatro más, cuando al retirarse Porsche, le arrebató a Williams los motores Honda. Éste último, que ya había obtenido un título con el motor japonés en 1987, volvió a recuperar el éxito perdido cuando pudo disponer de los potentes motores Renault a partir de 1992.
A las tribulaciones de Ferrari, que ya estaba en manos de la poderosa FIAT, se unió la muerte de Enzo Ferrari en agosto de 1988 a la edad de 90 años. Las decisiones que otrora eran tomadas con pulso firme por el Commendatore con algunos años menos, se vieron desde entonces sometidas a los intrincados vericuetos por los que siempre se pierde inmediatez en las grandes empresas. La política interior, una dirección jerarquizada y sujeta a demasiados filtros administrativos, impidieron, y aun, cuando esto se escribía, seguían impidiendo a la escudería de Maranello estar en el lugar en el que le corresponde por su historia.
Al margen de las críticas que sobre la persona de Enzo Ferrari se han vertido llamándole dictador, déspota, autócrata, lo cierto es que sólo él fue capaz de mantener la paternidad de sus coches contra viento y marea, aún en los momentos más difíciles; sólo él hizo posible que ser “ferrarista” sea casi una religión y que sus seguidores, al igual que los gallegos y los propios italianos, se encuentren en cualquier rincón del globo por remoto e ignorado que éste sea; sólo él ha conseguido, para envidia del resto de los fabricantes de automóviles del mundo, que los coches Ferrari, no importa el modelo, como los buenos cuadros y los buenos vinos, aumenten su valor a medida que pasan los años. Ferrari y los carroceros italianos, como la propia Italia, representan el arte, la imaginación, y de alguna forma, las esencias del mundo latino. A la vista de su famoso escudo, “El Cavallino Rampante”, y en una imaginaria simbiosis con la leyenda beduina que reza: “…Y tomó Dios un puñado de viento del sur, y prestándole su aliento, creó el caballo”. Enzo Ferrari, con su energía y su capacidad creadora, imprimió para siempre a sus coches ese hálito indescriptible que hace a los Ferrari diferentes del resto de los automóviles.
Hace poco, en una visita que hice a la fábrica de Maranello, el espectáculo de los breves grupos de operarios que construyen de forma artesanal los últimos modelos de la casa italiana, me dejaron convencido de que el espíritu de marca está reflejado en cada uno de los artistas que allí trabajan, y que, como el Gepetto del cuento, tienen a orgullo el dotar de vida y asistir al nacimiento de sus criaturas. Cuando terminada la visita, abandonaba el recinto de la fábrica, de pronto escuché en la lejanía el sonido inconfundible de un motor Ferrari y la progresión de sus cambios de velocidades, y el director de las relaciones públicas de Maserati, Antonio Ferreira de Almeida, que me acompañaba en aquel momento, me hizo guardar silencio con un gesto, y cogiéndome del brazo, me dijo en voz baja y en tono críptico: “Escucha, escucha… de vez en cuando sale un probador para hacerles los primeros cien kilómetros en carretera a cada uno de los doce coches que produce la fábrica a diario”.
Mercedes, por escoger una marca paradigmática europea, siempre asociada a la perfección mecánica, carece de ese “algo indefinible”.
Inglaterra ha fabricado siempre sus coches bajo el signo de la distinción un tanto artificial y trasnochada de su monarquía y de lo que fue en su día un poderoso imperio.
Norteamérica, desde los primeros años del siglo XX, siempre optó por la masificación y en muchos casos el mal gusto; sus modelos han dado como resultado un tipo de automóviles muy de acuerdo con la filosofía de los habitantes de aquel país, pero de poco tirón en Europa.
Los fabricantes asiáticos se han limitado a copiar un poco de aquí y de allí y, aunque fiables, robustos y prácticos, ninguno de los de su variada gama alcanzará nunca ese raro milagro que ha hecho que algunas marcas como Ferrari hayan traspasado los límites de la realidad para convertirse en mito. Estas palabras de Nigel Mansell, cuando en 1988 firmó contrato para conducir un Ferrari en 1989, reflejan un poco lo que la marca del Cavallino ha significado y significa para cualquier amante de los automóviles, aficionado o profesional: “Conducir un Ferrari de Fórmula 1 es como conducir para el Papa. Una invitación de Enzo Ferrari es como ser invitado al Vaticano”. Y lo dice un inglés de confesión protestante.
Hace unos años, uno de esos afortunados poseedores de un Ferrari “Dino”, me decía: “Paco, conducir un Ferrari es como poseer a una hermosa mujer, a la que tienes que mimar sin abusar mucho para sentir el placer”. Algunos conductores que, esperando otra cosa, han tenido acceso a la compra de uno de estos coches, han terminado diciendo que el ruido del motor trasero en un largo viaje les ha parecido molesto. No me cabe la menor duda de que se trata de alguien que no supo interpretar la partitura: a Bach y a Wagner hay que escucharlos en toda su intensidad, y para disfrutarlos te tiene que gustar su música. Esta comparación puede parecer exagerada, pero, para mí, que he perdido una parte de mi capacidad auditiva a fuerza de disfrutar estando cerca, el día que los Fórmula 1 lleven silencioso, paso de las carreras.