A pesar de los sinsabores, aún me emociona hablar de mi entrañable primer taller, en el que podía suceder cualquier cosa. No era sólo un taller, era la rebotica de los aficionados del barrio y permanecía abierto a todas horas. Cuantas noches enteras reparando la avería del coche de un torero que no podía perder fecha, el taxista que tenía que trabajar cada día, el camión obligado a seguir su viaje…
Nuestros clientes, casi todos profesionales, se convertían a veces en ocasionales ayudantes que limpiaban las piezas, las montaban y desmontaban con nosotros, las llevaban a la soldadura o nos acompañaban al Rastro o al Cementerio del Automóvil a buscar el repuesto que no tenía ningún recambista. Y fue precisamente a uno de estos incondicionales al que le hice la faena.
Habíamos proyectado un excursión a Algete para bañarnos en el río Jarama. Nuestro cliente era un motorista de Tráfico y además tenía una lechería (ya existía el pluriempleo) en la que utilizaba una camioneta Citroën 5 caballos para el reparto. Recuerdo muy bien que éramos ocho los componentes del grupo, todos mayores que yo, y con la promesa de que conduciría Antonio, un hermano del maestro, experimentado conductor, nos la prestó jurándole que la cuidaríamos como a un tesoro. Vino peleón en garrafa, tortillas de patatas, muchas ganas de pasarlo bien, y una perrita de pocos días, “Yamuri”, que me habían regalado.
Salimos al alba, la pobre furgoneta clavada hasta los ejes. Chamartin, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes, primera, segunda, primera, renqueantes y hacinados como corderos, por fin llegamos al río. A media mañana, cuando todos se bañaban y yo tenía como misión guardar la pitanza, empecé a picar: un poquito, otro poquito, un trago de vino. Total, me comí una buena parte de lo que había y con el sol y el vino acabé por soplarme del todo y debí quedarme profundamente dormido.
Es fácil imaginar la vuelta del río de mis hambrientos compañeros de viaje, prefiero no acordarme. Pero mis desgracias de aquel día no habían terminado. Al regreso, entre gruñidos y pescozones, me permitieron subir a la camioneta. En San Sebastian de los Reyes, en una taberna, se organizó una partida de mus. Fue entonces cuando me di cuenta de que con el disgusto y la trompa había olvidado a “Yamuri” en la orilla del río. Tan grande debió de ser mi angustia y tantas mis lágrimas, que Antonio me dejó ir sólo a buscarla.
Cuando a la vuelta, después de encontrarla, enfilaba en segunda la cuesta que desde el puente -aún existe- enlaza con la carretera general, la Citroën se quedó sin fuerza, se fue para atrás, y cuando, a destiempo, quise engranar la primera, me cargué el tren fijo del cambio. Como el coche todavía andaba en segunda y tercera, lo dejé caer marcha atrás, tomé carrerilla, superé la cuesta y volví a la taberna en donde al conocer la noticia estuvieron a punto de asesinarme.
La pieza costó 650 pesetas en El Cementerio del Automóvil, y estuve muchas semanas sin cobrar para pagarla. “Yamuri” murió aplastada por el coche del torero Julio Aparicio cuando salía de un garaje contiguo a mi taller.