Hasta que un joven piloto asturiano irrumpió en la Fórmula 1, en la década de los noventa, con la excepción de lo logrado hasta entonces por Luis Pérez Sala, Marc Jené, Adrián Campos, las breves apariciones de Emilio Villota y el actual probador de Mclaren, Pedro de la Rosa, los españoles no podemos hablar de una presencia notoria en la Fórmula 1 moderna.

Cuantas veces a lo largo de nuestra vida, en los viajes, hemos pasado cerca de algún lugar en el que en ese momento se estaba gestando la vida de un personaje que habría de adquirir importancia, en ocasiones a nivel mundial. Cuantas veces, si alguien nos hubiese propuesto deslizar un dedo sobre el mapa de España con los ojos cerrados, en una supuesta adivinanza, éste se habría detenido sobre Oviedo, la ciudad en la que nació Fernando Alonso futuro campeón del mundo de la hasta entonces inaccesible Fórmula1; algo totalmente impensable.

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Fue allí sin embargo donde en el seno de una modesta familia nació en 1981 este joven portento del automovilismo mundial. Fue en ese mismo año, en el mes de julio cuando otro joven que también tenía entonces 21 años, asombraría al mundo de las competiciones del motor, el brasileño Ayrton Senna que, tres días antes, acababa de ganar la carrera de la Fórmula Ford 1600 en Mallory Park.

Creo que no es aventurado por mi parte comparar al piloto español con Senna. Ambos forman parte y son de esa especie de «rara avis» capazes de hacer que un monoplaza circule unas décimas de segundo más rápido que sus rivales, con una enorme regularidad y sin cometer grandes errores.

Como aficionado siento auténtica devoción por ambos como pilotos. Pero ambos son, en mi opinión, muy diferentes en lo personal. Senna fue un personaje introvertido, frío, reflexivo, con una importante carga emocional religiosa que le proporcionaba la lectura frecuente de la Biblia, y con una enorme fe en sí mismo, una virtud que también forma parte del carácter de Alonso.

El español es mucho más alegre, más accesible y la confianza que demuestra en todo momento es una prueba de la fe que tiene en sus posibilidades.

Desde el principio, Alonso demostró que se trataba de alguien marcado por el éxito. A partir de su exhibición en el circuito de Spa-Francorchamps al volante de un Formula 3000 del equipo Astromega, todos los ojos se volvieron hacia él: se celebraba allí el Gran Premio de Bélgica de Fórmula 1 y después de su victoria las cartas estaban echadas.

Unos años más tarde, cuando ya Alonso había destacado en la Fórmula 1, mi viejo amigo y hombre de confianza de Ron Dennis, Jo Ramirez, me dijo un día: «cómo yo no recomendaría a este piloto para Mclaren». Pero ya era tarde; primero Adrián Campos y después Flavio Briatore le desbrozaron el camino, y después de un breve paso por Minardi, cuando terminó la temporada, en el 2006, ya tenía dos títulos mundiales conseguidos al volante de un monoplaza Renault. Un día, cuando la poca competitividad de Minardi era casi nula, le pregunté a mi buen amigo Jean Carlo Minardi qué opinaba de Alonso, y me contestó: «lui e un grande pilota».

Y entonces se desató el delirio. Asturias, España entera, vimos en él un ejemplo y todos vibramos con sus éxitos. Las empresas, que en muy raras ocasiones habían prestado ayudas a los deportes del automovilismo, de pronto descubrieron en Fernando Alonso una mina de oro y el español pasó a ser presencia constante en todos los medios publicitarios de los más variados productos. Los padres de muchos niños españoles consideraron el automovilismo como un posible futuro para sus hijos y se vendieron en España más karts de los que se habían vendido nunca. En una palabra, se desató la Alonsomanía, a tal punto, que hubo fines de semana en los que las hazañas del español consiguieron desbancar nada menos que al fútbol.

Ni siquiera, después de su mal paso al fichar por Mclaren, su vuelta a Renault en el 2008 que le ha visto obligado a luchar en inferioridad de condiciones, ha conseguido hasta la fecha mermar su gran popularidad. Otra cosa es lo que pueda suceder a partir de ahora, cuando el futuro de la F1 puede verse afectado por inevitables recortes económicos y su propia organización, alterada por los reglamentos y la falta de acuerdos. Al final, serán las cuentas de resultados de los fabricantes de automóviles con presencia en el campeonato, los que tendrán la última palabra. La retirada de Honda es una malísima señal que, desgraciadamente apunta en esa dirección.

Paco Costas